Me desperté entre tus brazos cálidos que siempre me acogían tanto en los mejores momentos como en los malos, o eso creía. Aún somnolienta, notaba un malestar general, acompañado por unas náuseas horrendas y de un dolor de cabeza insufrible. El frío que sentía sobre mi piel era inexplicable.
Te observé apenas como pude, pues las cortinas estaban cerradas casi por completo exceptuando por una pequeña abertura donde, casi tímidamente, sin pedir permiso, se colaban los rayos de la luna. Estabas durmiendo tan plácidamente, tu respiración apaciguada que tanto me ayudaba a tranquilizarme no estaba cumpliendo su efecto sanador, todo lo contrario, me estaba impacientando, desesperando de alguna manera. Sentía como si en cualquier momento, ese aliento iba a desaparecer para siempre.
Te llamé, mi voz, tan pequeña, salió en un susurro inaudible, imposible de escuchar si dormías profundamente. De un momento a otro, repentinamente entendí lo que sentía y en dónde estaba, quiero decir, qué estaba pasando exactamente. Traté de recobrar la calma pero fue en vano ya que mi ansiedad aumentó ni en una milésima de segundo. Cerré los ojos con fuerza.
Admito que nunca seguí tus consejos, pero no quería molestarte. Después de todo seguía siendo una novata en todo este tema, tanto del amor como en el trabajo. Prefería hacer las cosas por mi misma sin tener que arrastrarte, no soportaba que el general te echara la bronca por mis errores, odiaba, detestaba cuando llorabas por mi culpa. Me odiaba. Siempre fui un estorbo para todos.
Al final reconozco, con muchísima vergüenza, que todo lo que hice fue en vano. Todo fue mi culpa. Nunca podría pedir perdón por lo que pasó, es irremediable, imperdonable, no me daría la cara. No tengo el valor. Soy una cobarde.
Repentinamente, mis sentidos se pusieron en alerta y lo primero que captaron fue ese tan asqueroso olor a pólvora, nunca me agradó, es más, me dejaba petrificada, me generaba terror. Me genera terror. No pude moverme. Tenía miedo.
Allí me di cuenta de que ya no te sentía al lado mío, tu suave respiración cambió por alaridos de dolor y disparos. Mis pensamientos enloquecieron, pasaron de estar ausentes a encimarse unos entre otros, me iba a desmayar. Pensé miles y millones de cosas, todas atroces por supuesto, espeluznantes y deprimentes. Desesperanzadoras.
Te escuché gritar mi nombre y abrí los ojos al instante. Lo primero que ví fué el campo de batalla, que era un desastre, como siempre. Médicos corriendo para socorrer a los heridos, algunos cadáveres, tanto de los nuestros como de los enemigos. Nada nuevo, nada de qué sorprenderme, pero lo que más me inquietaba era no distinguir tu silueta, no encontrarte entre la tan salvaje escena.
Volví a escucharte gritar pero esta vez fue un grito de ayuda, empecé a correr entre la gente tanto como mis piernas pudieran, el corazón me iba a mil por hora, empecé a sentir el ardor en los pulmones provocado por el aire helado que corría por las montañas, no te encontraba. Me dolía el cuerpo y no te encontraba. Me estaba muriendo una vez más. Últimamente lo hacía la mayoría de los días.
De la nada sentí un corte en el brazo izquierdo con el cual blandía mi espada acompañado por un golpe en el estómago. Caí sobre alguien, sobre algo, mejor dicho, un cuerpo sin vida. Atiné a levantarme pero sentí una presión en la espalda, firme, cruel, familiar. Repetitivo, nauseabundo.
Volví a recibir esos golpes del lado derecho. Los merecía, no sé si por no cumplir órdenes al pie de la letra, o por lo que ocurrió después, era lo mismo de siempre.
Tenía que asesinarte y no pude. Quizás hubiera dolido menos que dejarte incapacitada para el combate, pero no pude, soy una cobarde. Una vez más estabas presente con tu mano derecha en tu rostro ensangrentado, mirándome estupefacta y llena de dolor. Ahí terminaba la escena.
Me levanté sobresaltada y empapada de sudor gélido como todas las noches, en mi cama. Una cama solitaria y lo más parecido a un pozo lleno de angustia y almas en pena. El corazón amenazaba con escapar de mi pecho, nunca lo hacía. Me temblaban las manos y sentía una angustia acumulada en la garganta. Nunca me gustó llorar, aunque a veces me desbordaba. Últimamente era una costumbre.
Traté de tranquilizarme, puse mis manos sobre mi cara y presioné los dedos en mi frente. Pasados unos minutos volví a caer sobre la almohada y observé el techo.
Todas las noches me pregunto cuándo se va a acabar esta dolencia que llevo cargando en mi interior. El cansancio lo tengo recostado sobre mis hombros. Los ánimos, no tan alentadores, se hacen notar en mi rostro. Mi estado anímico deja que desear. Las palabras hacen alusión a nada más que desdicha y violencia. El estatus social es inexistente.
Negro.