martes, 6 de diciembre de 2022

Negro

 Me desperté entre tus brazos cálidos que siempre me acogían tanto en los mejores momentos como en los malos, o eso creía. Aún somnolienta, notaba un malestar general, acompañado por unas náuseas horrendas y de un dolor de cabeza insufrible. El frío que sentía sobre mi piel era inexplicable.


Te observé apenas como pude, pues las cortinas estaban cerradas casi por completo exceptuando por una pequeña abertura donde, casi tímidamente, sin pedir permiso, se colaban los rayos de la luna. Estabas durmiendo tan plácidamente, tu respiración apaciguada que tanto me ayudaba a tranquilizarme no estaba cumpliendo su efecto sanador, todo lo contrario, me estaba impacientando, desesperando de alguna manera. Sentía como si en cualquier momento, ese aliento iba a desaparecer para siempre.


Te llamé, mi voz, tan pequeña, salió en un susurro inaudible, imposible de escuchar si dormías profundamente. De un momento a otro, repentinamente entendí lo que sentía y en dónde estaba, quiero decir, qué estaba pasando exactamente. Traté de recobrar la calma pero fue en vano ya que mi ansiedad aumentó ni en una milésima de segundo. Cerré los ojos con fuerza.


Admito que nunca seguí tus consejos, pero no quería molestarte. Después de todo seguía siendo una novata en todo este tema, tanto del amor como en el trabajo. Prefería hacer las cosas por mi misma sin tener que arrastrarte, no soportaba que el general te echara la bronca por mis errores, odiaba, detestaba cuando llorabas por mi culpa. Me odiaba. Siempre fui un estorbo para todos.


Al final reconozco, con muchísima vergüenza, que todo lo que hice fue en vano. Todo fue mi culpa. Nunca podría pedir perdón por lo que pasó, es irremediable, imperdonable, no me daría la cara. No tengo el valor. Soy una cobarde.


Repentinamente, mis sentidos se pusieron en alerta y lo primero que captaron fue ese tan asqueroso olor a pólvora, nunca me agradó, es más, me dejaba petrificada, me generaba terror. Me genera terror. No pude moverme. Tenía miedo. 


Allí me di cuenta de que ya no te sentía al lado mío, tu suave respiración cambió por alaridos de dolor y disparos. Mis pensamientos enloquecieron, pasaron de estar ausentes a encimarse unos entre otros, me iba a desmayar. Pensé miles y millones de cosas, todas atroces por supuesto, espeluznantes y deprimentes. Desesperanzadoras.


Te escuché gritar mi nombre y abrí los ojos al instante. Lo primero que ví fué el campo de batalla, que era un desastre, como siempre. Médicos corriendo para socorrer a los heridos, algunos cadáveres, tanto de los nuestros como de los enemigos. Nada nuevo, nada de qué sorprenderme, pero lo que más me inquietaba era no distinguir tu silueta, no encontrarte entre la tan salvaje escena. 


Volví a escucharte gritar pero esta vez fue un grito de ayuda, empecé a correr entre la gente tanto como mis piernas pudieran, el corazón me iba a mil por hora, empecé a sentir el ardor en los pulmones provocado por el aire helado que corría por las montañas, no te encontraba. Me dolía el cuerpo y no te encontraba. Me estaba muriendo una vez más. Últimamente lo hacía la mayoría de los días.


 De la nada sentí un corte en el brazo izquierdo con el cual blandía mi espada acompañado por un golpe en el estómago. Caí sobre alguien, sobre algo, mejor dicho, un cuerpo sin vida. Atiné a levantarme pero sentí una presión en la espalda, firme, cruel, familiar. Repetitivo, nauseabundo. 


Volví a recibir esos golpes del lado derecho. Los merecía, no sé si por no cumplir órdenes al pie de la letra, o por lo que ocurrió después, era lo mismo de siempre. 


Tenía que asesinarte y no pude. Quizás hubiera dolido menos que dejarte incapacitada para el combate, pero no pude, soy una cobarde. Una vez más estabas presente con tu mano derecha en tu rostro ensangrentado, mirándome estupefacta y llena de dolor. Ahí terminaba la escena.


Me levanté sobresaltada y empapada de sudor gélido como todas las noches, en mi cama. Una cama solitaria y lo más parecido a un pozo lleno de angustia y almas en pena. El corazón amenazaba con escapar de mi pecho, nunca lo hacía. Me temblaban las manos y sentía una angustia acumulada en la garganta. Nunca me gustó llorar, aunque a veces me desbordaba. Últimamente era una costumbre. 


Traté de tranquilizarme, puse mis manos sobre mi cara y presioné los dedos en mi frente. Pasados unos minutos volví a caer sobre la almohada y observé el techo. 


Todas las noches me pregunto cuándo se va a acabar esta dolencia que llevo cargando en mi interior. El cansancio lo tengo recostado sobre mis hombros. Los ánimos, no tan alentadores, se hacen notar en mi rostro. Mi estado anímico deja que desear. Las palabras hacen alusión a nada más que desdicha y violencia. El estatus social es inexistente. 


Negro.


miércoles, 22 de junio de 2022

Louksna.

 Quedé petrificada cuando, por fin, luego de tantos meses de investigación, noches eternas sin descanso y muchas complicaciones (que no valen la pena mencionar ahora), me di cuenta de lo que realmente estaba sucediendo. 


Aunque la inmensurable presión que estaba sintiendo en el pecho no me dejaba respirar y las lágrimas me nublaban la vista, corrí, lo mas rápido que pude, aunque las piernas se me estuvieran desarmando del temblor.


Los pasillos se me hicieron interminables y mi poca falta de orientación, terrible dolor de cabeza (por el golpe que recibí), la oscuridad de esos infinitos túneles, que parecía tragar todo mi ser, tampoco cooperaban.


Cuando por fin logré llegar al final, mas que felicidad, me sentí horrorizada. Verte tumbada en la mitad del salón sobre un charco carmesí, me desbordó por completo. Todo me dio vueltas y casi me vuelvo a desmayar. Creí lo peor. Corrí devuelta, a tu lado.


Como pude me arrodillé junto a ti y traté tapar la herida, en vano, o eso pensé. Casi por una misericordia del universo, cuando me acerqué a tu rostro entendí que todas las esperanzas del mundo estaban puestas en la débil respiración que emanabas de entre tus labios. Esos hermosos labios rojos que decoraban tu rostro (ahora demasiado pálido), que tanto había besado con fervor, amado, adorado, así como compartido secretos, conversaciones, cosas lindas y malas.


Me temblaban las manos de los nervios, la desesperación de no saber qué hacer y querer darlo todo. La presión en el pecho se convirtió en un dolor insoportable, como si me estuvieran arrancando el corazón, el sudor me estaba congelando los huesos y los pensamientos, los diez millones de pensamientos que revoloteaban en mi ser, me estaban devorando la cabeza a una velocidad increíble.


Rompí en llanto, un sollozo horrible, sentía como te ibas de este plano, de mi lado y la pesadez se iba convirtiendo en vacío. Uno indescriptible. Mi peor pesadilla era perderte para siempre y se estaba volviendo realidad.


Era, absolutamente, la culpable de todo esto, principalmente por mi primer defecto, solo apuntar a los detalles y nunca prestarle importancia al panorama en general. Era una idiota y por eso recibía este castigo agonizante que iba a quedar de por vida en mi ser: el no poder estar juntas. Pero quizás, lo que mas me frustraba de todo esto, era el nunca poder confesarme con claridad y explicarte mis mas puros sentimientos de amor.


De repente el cielo se despejó y el enorme vitral dejó entrar la luz de la Luna, su tenue reflejo alumbraba las estatuas de vírgenes y ángeles, que parecían estar burlándose de mi desesperación, en vez de ayudarme.


Recé, irónicamente con lo anterior dicho, recé, por un milagro, una ayuda, respuesta, algo, hasta que mis ojos desesperados se posaron sobre algo que brillaba a lo lejos. Era tu collar, a tres metros de nosotras.


Me apresuré en agarrarlo y por primera vez en esa noche de terror, noté que mis manos estaban cubiertas de sangre. Limpié lo mas que pude la joya que sostenía el dije mientras me volvía hacia ti y, en ese momento, quise creer que quizás podía salvarte.


Eras mas alta que yo, mas fuerte incluso, así que no tenía la mínima idea de cómo levantarte. Debió haber sido por mi tan inquietante estado mental que logré sacar fuerza (de vaya a saber dónde), que logré sostenerte entre mis brazos y caminar hacia la imponente puerta de roble.


El aire helado golpeó todo mi cuerpo sin piedad, sobre todo mis pulmones y heridas, dándose a conocer, ya que comenzaron a arder como mil demonios. Hasta ese entonces no las había notado.


El silencio de la noche era abrumador, la naturaleza, el exterior, habían sido testigos auditivos de la violenta escena que había ocurrido dentro del santo edificio. Estaba segura de que los espantosos gritos que retumbaron las paredes, habían logrado sobrepasarlas.


Mi única guía era la Luna, tenía que dirigirme hacia el fondo de la parroquia, hacia el lago, colocarte allí y esperar un milagro. Lo que no fue fácil, pues las plantas crecidas y enredaderas terminaron por herirme mas. A eso, se le sumaba lo aterrada que estaba respecto a que todavía hubiera algún desgraciado, esperándonos para terminar con todo esto.


Por suerte llegamos al lago sagrado, dónde los rayos de la Luna descansaban. Coloqué el collar sobre tu herida y con suerte apenas respirabas, menos que la vez anterior. Le juré al astro que cumpliría con todas las promesas que quisiera, que no sería en vano, que por favor te curara, las lágrimas comenzaron a desbordar de mis ojos por milésima vez en el día, te vi ahí envuelta en un manto de agua y sangre, lastimada, no podía mas con esto. Le pedí a las estrellas, al universo, a quién fuera, pero no obtuve respuesta.


Dejaste de respirar. Te habías ido. Se me rompió el corazón. Me eché sobre ti. Si yo estaba congelada tú lo estabas mas. Quería irme contigo, no era justo, todo esto fue en vano. No había querido quitarte la daga de plata que te habían incrustado en el pecho (para que no te desangraras mas), pero ahora estaba dispuesta a hacerme lo mismo. 


Tenía comprobado que nuestras almas ya se habían encontrado en otras vidas, pero nunca había funcionado. Fui una ilusa al pensar que quizás, si construíamos una relación desde el amor mas puro, podríamos encontrar la paz en ésta línea temporal, pero no. 


No lo soportaba, no podría superar la pérdida una vez mas y que una de las dos sufriera sola hasta el fin de esta etapa. Apunté la daga en mi pecho, cerré los ojos, pedí perdón, a todo, a todos, a mi misma por lo que estaba por hacer, era una locura, pero especialmente a ti, por haberte fallado. 


Me persigné una vez mas.


 Escuché un susurro.


- ¿Madelaine? -